Todos los aviones que llegan a la India deberían aterrizar en Rishikesh. A menos de una hora de Delhi, rumbo al noreste, esta ciudad del distrito de Dehradun es la entrada más serena al caos que impera en el vibrante subcontinente indio. Un lugar en el que entrever la amalgama de religiones, castas, lenguas y tradiciones que forman la India sin perder el norte. Ni las ganas de ver más. En Rishikesh es fácil sentirse cómodo. El entorno es incomparable: las imponentes montañas del Himalaya precipitándose en el salvaje y sagrado Ganges, rodeado de esa bruma, entre mágica y tóxica, que confiere a la escena un halo de película. El misticismo del Ganges Es incuestionable: estás en la India. Torrentes de rickshaws, motos y autobuses, ir y venir de gente, vacas esqueléticas sin dueño, mujeres de saris rojos, azules y amarillos, puestecillos de vendedores de cocos y rebanadas de piña, ancianos de rostro noble… Un verdadero despropósito que, sorpresa, fluye en armonía. Es la magia de este lugar. Hueles a incienso por todas partes. Respiras paz. Y cuando ves grupos de indios lavando sus inmensos saris en el Ganges o la estatua azul de Lord Shiva presidiendo los rituales al caer el sol, empiezas a entender por qué hace tantos siglos que sabios, santos, yoguis y peregrinos vienen hasta aquí. Unos, a hacer penitencia. Otros, a desconectar.
En las calles se alternan tiendecitas de libros, medicinas ayurvédicas, pashminas, piedras y artesanías.
El atardecer es el momento más esperado. Las escaleras que bajan al río, los ghats, se visten de gala para celebrar el Ganga Aarti, la ceremonia hindú que venera a la madre Ganga. Sus aguas, dicen, limpian los pecados. En el ghat de Parmarth, indios e indias de todas las edades arrojan al río ofrendas de velas y flores. Un ritual al que no dudan en invitarte si te descalzas y te colocas entre ellos. Aplaudiendo al son de los mantras y cánticos religiosos que repiten los monjes, vestidos con sus kurtas amarillos, te sientes parte de una coreografía que te eriza la piel. Al fondo, una hoguera purificadora. Más allá, el sol tiñendo el cielo de tonos de color azafrán. Con suerte, antes de entrar te pintarán un bindi en el entrecejo y, hacia el final, te ofrecerán una vela para que la muevas como ellos. Centro de yoga Gracias a la santidad y tranquilidad que le confiere su emplazamiento en el mapa, está llena de ashrams: monasterios donde llevar una vida sencilla y contemplativa, meditar, hacer yoga y someterse a terapias ayurvédicas. Muchos están en activo, otros son centros de peregrinación turística. El más conocido es el del Maharishi Mahesh, el gurú al que visitaron los Beatles en el invierno de 1968 para iniciarse en la meditación trascendental. Hoy, aunque la selva se come el ashram a bocados, se puede pasear entre sus 80 garitas de meditación y algunos edificios del antiguo poblado. Uno de ellos tiene un impresionante grafiti de los cuatro de Liverpool junto al yogui.
El atardecer es el momento más esperado. Las escaleras que bajan al río, los ghats, se visten de gala para celebrar el Ganga Aarti, la ceremonia hindú que venera a la madre Ganga.
Paseos, vistas y adrenalina Callejear por Rishikesh es placentero. Se alternan tiendecitas de libros, medicinas ayurvédicas (tanto artesanales como de la recomendable marca Himalayan), pashminas, piedras y artesanías. Hay puestos de frutas y verduras, de patatas fritas y palomitas. Y muchas cafeterías con vistas al río en las que comer samosas, cheese nan o un daal bien especiado. Aquí solo se consume comida vegetariana y está prohibido el alcohol; por algo es una ciudad sagrada. Los locales saludan con un “Hari Om”, las vacas pasean tranquilas. Solo hay que tener cuidado con los monos, que se lanzan despiadados sobre la comida. Dos puentes colgantes atraviesan el Ganges: el Lakshman Jhula, levantado en 1939, y el Ram Jhula, más reciente. Desde ellos, la vista al templo Trayambakeshwarel es espectacular: un imponente edificio de trece pisos, cuya arquitectura, entre hortera y fascinante, acoge cada día decenas de peregrinos y escolares que, cubiertos con sus chubasqueros de colores en época del monzón, parecen rieles de hormigas multicolores. De marzo a septiembre también puedes ver gente haciendo rafting o kayak en el río. Olvida la imagen del Ganges como uno de los ríos más sucios del planeta. Aquí, bajo los Himalayas, a 200 kilómetros de su nacimiento, el río es azul, salvaje, hermosamente estruendoso y perfecto para descargar adrenalina.