Beijing o Pekín. La ciudad se presenta desde su nombre mismo inserta en una suerte de encrucijada. Tan diferentes suenan estos dos nombres que parece como si refirieran a dos ciudades, o como si al elegir uno u otro para nombrarla le eligiéramos también destinos distintos. Y sin embargo, ambos son la trasliteración de los mismos dos caracteres (北京), cuyo significado literal es “capital del norte”. Pekín es una adaptación al español del término “Pacchino” utilizado por Mateo Ricci para referirse a la ciudad en la que vivió, murió y fue enterrado a comienzos del siglo XVII. Pero también durante siglos, Pekín no fue Pekín ni Beijing, sino simplemente Jingshi (“la capital nacional”), y todavía más atrás, durante la dinastía de los mongoles, fue Dadu, “la gran capital”, la misma que Marco Polo visitó y llamó Cambaluc, y que más atrás tuvo entre otros, el nombre de Yanjing (“capital de las golondrinas”).
Durante siglos, Pekín no fue Pekín ni Beijing, sino simplemente Jingshi, Dadu, Cambaluc y Yanjing. Hubo nombres para todos los gustos y dinastías.
Tras la caída del último emperador, en 1911, la ciudad siguió llamándose Beijing-Pekín hasta que la capital fue trasladada al sur, y Pekín-Beijing, que dejaba de ser capital, fue rebautizada como Beiping (“paz del norte”). Con el término Beiping la ciudad no hacía más que recordar un nombre antiguo, el que había tenido a comienzos de la dinastía Ming, antes de convertirse en la capital.
Hay una densidad y una historia en Pekín, más compacto y sonoro, con su “p” y si “k” que sobresalen apenas como las cúpulas sobre el perfil de una ciudad vista desde lejos.
Los japoneses, al ocupar la ciudad en 1937, la llamaron Pekín-Beijing otra vez; reconquistada en 1945, volvió a ser Beiping, y de nuevo Pekín-Beijing a partir de 1949. La ciudad finalmente recuperó su nombre y su lugar como capital del país, aunque ese nombre se levantara sobre una especie de bifurcación: Pekín y Beijing son el mismo nombre, y a la vez no; hay una densidad y una historia en Pekín, más compacto y sonoro, con su “p” y si “k” que sobresalen apenas como las cúpulas sobre el perfil de una ciudad vista desde lejos, a través de la refracción de un desierto; algo que falta en el otro nombre, en Beijing, para nosotros mucho más reciente, más burocrático, menos gastado por la historia. Pero no hay nada definitivo en todo esto: la ciudad no olvida sus nombres. Los colecciona, los almacena, los exhibe, consciente de que mañana tal vez, en otra de sus reencarnaciones, volverá a llamarse de tal o cual manera. (Extracto de “Pekín”, el libro escrito por el argentino Miguel Ángel Petrecca).