Parece que hay algo triste en la belleza. En cualquier belleza. En el aria que escuchamos una tarde de invierno, en el cuadro que soñábamos ver y que ahora está ahí, desafiante, delante de los ojos o en ese cuerpo, impúdicamente joven, que pasa a nuestro lado y se deja sentir. No suele haber regocijo en la belleza, cuando es grande puede incluso ser terrible, como los ángeles de Rilke. Lo bello y lo triste, a veces son dos caras de la misma tragedia. Y precisamente así, “Lo bello y lo triste”, tituló Yasunari Kawabata (1899-1972), Premio Nobel de Literatura 1968, una de sus últimas novelas. “Lo bello y lo triste” es una novela que podría considerarse dual, Kawabata trabaja las dos caras de sus personajes y del entorno en que se mueven. Es, digamos, una bipolaridad creativa que funciona con diferentes registros, en ocasiones aparentemente antagónicos: lo que se ve y lo que se imagina, la juventud y la vejez, la alegría y el dolor, el amor en sus distintas manifestaciones, la soledad y la compañía, el rencor y los celos y hasta la forma de interpretar el arte pictórico, el sutil equilibrio entre la pintura figurativa y la abstracta. Y siempre la muerte moviéndose en círculos sobre todo, lo bello y lo triste.
“Lo bello y lo triste” es recorrida por algo trágico que está en lo que no se dice, en las descripciones del paisaje, casi otro protagonista.
A grandes rasgos este es el tema central: El afamado escritor y erudito de las letras japonesas Oki Toshio, no muy felizmente casado con Fumiko, con la que tiene dos hijos, Taichiro y Kumiko, decide viajar a Kyoto para escuchar en el templo las campanadas –“demoraba una hora en emitir los ciento ocho sones”– de Año Nuevo. Pero ese no parece ser su único objetivo: en realidad desea encontrarse con Otoko. Ambos habían vivido un breve, aunque tórrido y desventurado romance, cuando ella era apenas una adolescente. Esa relación le inspiraría la novela que lo lanzaría a la fama, “Un chica de dieciséis”. También por ella –era obvio el sesgo autobiográfico–, su esposa descubriría que su marido le había sido infiel. Otoko ahora es una reconocida pintora que vive con Keiko, su alumna y protegida –y probablemente algo más– de veinte años. El encuentro entre los antiguos amantes, él ahora de 50 y ella todavía hermosa, desatará el desarrollo de esta gran novela. Lo que comienza como un reencuentro nostálgico entre el maduro Oki y la esquiva Otoko, que al parecer todavía lo ama, se transformará, gracias a Keiko en un vengativo triángulo de amor y odio, cargado de erotismo y destrucción, y que afectará hasta a uno de los hijos del escritor. Esta novela se publicó en Japón por primera vez en 1965 y pocos años después la tradujo al español Nélida M. de Machain para la editorial argentina Emecé.
Es una novela que podría considerarse dual, Kawabata trabaja las dos caras de sus personajes y del entorno en que se mueven.
“Lo bello y lo triste” es recorrida por algo trágico que está en lo que no se dice, en las descripciones del paisaje, casi otro protagonista, y en un erotismo subyacente –común a la mayor parte de la obra de Kawabata– que tampoco radica en lo que se describe sino que forma parte de la trama misma. Todo elaborado con una prosa fría, pausada, sin sobresaltos, que se recrea en los detalles. Casi es posible adivinar los trazos del pincel. Yasunari Kawabata nació en Osaka y quedó huérfano siendo muy niño. Toda su vida fue un solitario aunque tuvo grandes amigos como Ryunosuke Akutagawa (1892-1927), autor de “Rashōmon” –llevada al cine por Kurosawa– y, sobre todo, Yukio Mishima (1925-1970), de quien fue también mentor y recordado por obras como “Confesiones de una máscara” y “El marinero que perdió la gracias del mar”, entre muchas otras. Ambos terminaron suicidándose, el primero con barbitúricos y el segundo mediante el ritual del seppuko. Las dos muertes afectarían profundamente a Kawabata. Entre las obras de este autor destacan “La bailarina de Izu”, “El maestro de Go”, “País de nieve” y “El rumor de la montaña”. Kawabata se suicidó a los 72 años en su estudio en la ciudad de Zushi, inhalando gas, sin dejar ninguna nota explicativa o carta de despedida.