En la bahía japonesa de Ago, una pareja saca ostras de una red, las limpia con paciente cuidado y vuelve a echarlas al mar. Dentro de unos meses las cosecharán, con la esperanza de hallar perlas nacaradas. Decenas de granjas de la zona se especializan en esta tradicional actividad. Desde el cielo se observa una interminable sucesión de balsas, entre un litoral escarpado y un rosario de islotes. Allí nació, a finales del siglo XIX, la técnica de la "perla de cultivo" que se acabó extendiendo por el mundo entero. En esa época, un nativo de la región, Kokichi Mikimoto, se preocupó por la extinción de la ostra perlera. Se le ocurrió una idea: introducir un cuerpo extraño en la concha del molusco para imitar el proceso natural, cuando un fragmento de roca o una arena entra en el interior para acabar cubierto, tiempo después, por un manto de nácar que forma la perla. Así fue como después de muchos reveses y de una "marea roja" (proliferación de algas tóxicas), en julio de 1893 se encontró con una perla semiesférica pegada a la concha.
"Nuestro trabajo consiste en ocuparnos lo mejor posible de las ostras durante tres o cuatro años, desde la cría de conchas jóvenes, la introducción del injerto y la extracción de la perla".
Pese a las críticas iniciales, la empresa joyera Mikimoto construyó un imperio y un siglo después Japón es un referente en estas perlas pequeñas (de un diámetro de entre 3 y 10 mm), bautizadas Akoya. Cien ostras, sólo 5 perlas Desde hace tres generaciones, la familia Sakaguchi vive del oficio. Kusuhiro y Misayo, de 73 y 68 años, cuentan ahora con la ayuda de su hija, Ruriko. "Nuestro trabajo consiste en ocuparnos lo mejor posible de las ostras durante tres o cuatro años, desde la cría de conchas jóvenes, la introducción del injerto y la extracción de la perla", explica esta mujer de 43 años, con delantal y pañoleta. La cosecha se hace en diciembre, cuando "la temperatura del agua baja a unos 15 grados". Una labor ingrata: de las 100.000 ostras Akoya cultivadas cada año, la mitad muere después de la operación y muchas de las restantes producirán perlas mediocres o incluso nada. Al final apenas el 5% de las perlas producidas, consideradas de excelente calidad, acabarán en las joyerías de alta gama.
En Japón las perlas de cultivo se regalan a las mujeres que se van a casar, en forma de collar, pendientes o anillo y acompañan todos los grandes momentos de la vida.
Son de color blanco, beige, rosadas, verde claro, azul o plateadas. Las Akoya de Japón dominan en el mercado de perlas de agua marina, frente a rivales como Tahití, Indonesia, Australia, Filipinas o Birmania. Durante los últimos diez años, la producción giraba en torno a las 20 toneladas por año en todo el archipiélago por un monto de 16.600 millones de yenes (unos 133 millones de euros) a la salida de las granjas. El objetivo para 2027 es de 20.000 millones (alrededor de 160 millones de euros). "La clave radica en la existencia de una estación invernal en Japón, es lo que hace que tengan más brillo", según Yuichi Nakamura, vicepresidente del consejo de promoción de las perlas de la prefectura de Mie. Tiempo atrás el archipiélago se creyó amenazado por la llegada de la competencia china. "Pero los chinos se focalizaron en la cantidad a través de las perlas de agua dulce, mientras que nosotros nos centramos en la calidad", afirma Nakamura. A cientos de kilómetros de allí, en la joyería Mikimoto del barrio acomodado de Ginza, una maniquí luce un collar de perlas carísimo. La tienda ofrece precios distintos, que oscilan entre cientos de dólares y millones. Siguiendo con una tradición que viene de lejos, en Japón las perlas de cultivo se regalan "a las mujeres que se van a casar, en forma de collar, pendientes o anillo" y acompañan todos los grandes momentos de la vida, recalca el presidente de la marca, Hitoshi Yoshida. Las perlas japonesas atraen a clientes del mundo entero, desde Estados Unidos a Francia, pasando por Rusia y sobre todo China, de donde procede casi la mitad de sus compradores extranjeros.