Junto al cuenco colmado por granos de arroz gordos y blancos como copos de algodón hay un pote de juk humeante. También una docena de platitos bien surtidos con variedades de namul, panqueques jeon de verdura, pastelitos de pescado frito y otros mil manjares orientales. No olvidemos el afamado kimchi, último emperador de la gastronomía pensada y creada en la Península de Corea. El banquete pantagruélico está servido. Entonces, los palitos y la cuchara piden entrar en acción. El estómago del famélico cronista también. ¡¡¡¡Buen provecho!!! Nuestra anfitriona es la amabilísima señora Mariana Park, propietaria del restaurante Han Guw Kwan (한국관), erecto en la calle Sarasa al 2100. Una de las tantas perlas culinarias que abriga el barrio coreano del Bajo Flores. Arrabal porteño, con pinceladas de realismo mágico asiático, demarcado por la Avenida Carabobo entre Castañares y Eva Perón, bien pegado a la siempre estigmatizada y multicultural Villa 1-11-14. Con sus carteles escritos con letras del alfabeto hangul y sus mil y una tiendas, el barrio parece sacado de una película Kim Ki-duk. Quizá también de una novelita de César Aira, ilustre vecino de Flores.
Todos los platos se sirven juntos, sin dejar lugar a alguna pausa. El tiempo es tan valioso como los manjares de la cocina coreana.
Compartimos mesa con Sandra Lee, cocinera permanente e intérprete de ocasión. También docente excelsa en gastronomía coreana, al frente del restaurante Take Sushi & Deli y uno de los motores de Gastro Corea Food Week, el evento que del 11 al 18 de octubre congregó 20 sedes en la Ciudad de Buenos Aires, para ofrecer la flor y nata de la cocina coreana, fusión y más allá. Entre cucharada y cucharada de juk (saludable potaje de arroz hervido, mariscos y verduritas), Lee explica que la comunidad coreana en Argentina suma unos 30 mil integrantes, de los cuales aproximadamente 15 mil residen en el Bajo Flores. “Este es un típico espacio de reunión de la colectividad. En el barrio permanece mucha gente mayor que migró al país hace décadas. Hoy jueves somos pocos, pero si viene un sábado o un domingo, después de la misa, el salón seguro estará lleno.” Hasta no hace muchos años, venir a comer al barrio coreano exigía una profunda pesquisa previa: los restaurantes estaban ocultos detrás de puertas anónimas, destinados a un uso casi exclusivo de la colectividad. Pero los tiempos cambian: ahora hay toda una nueva generación de fondas y locales abiertos a la calle –en varios puntos de la ciudad- con amplias vidrieras, menús bilingües y camareros pacientes que (casi siempre) explican y recomiendan los platillos. Un aplauso para la asadora Han Guw Kwan, el emprendimiento que pilotea la señora Park desde hace 20 años, respeta ciertas normas de etiqueta de la vieja escuela. Por ejemplo, los comensales deben tener paciencia y tocar el timbre para ingresar a sus dominios, al estilo de los speakeasy gringos en los años de la ley seca. El establecimiento de Mamá Park -como cariñosamente se la conoce- tampoco ofrece ruidosas sesiones de karaoke o una ambientación demasiado aparatosa. En el salón principal reina un ambiente familiar, cálido en su ornamento, con una tevé plana que exhibe en vivo y en directo los noticieros transmitidos desde la distante Seúl. A primera vista, hasta el más miope de los comensales porteños podrá notar que la cocina coreana es ideal para los ansiosos. No hay tiempo de espera entre plato y plato. Tampoco se discrimina entre entrada, principal, ensaladas, segundo plato y postre. Desde el minuto cero, se muestran todas las cartas sobre la mesa.
"Mi abuela me enseñó que nunca se tira nada. Ni un pequeño granito de arroz. En un granito de arroz hay diez gotas de sudor de un campesino”, explica Sandra Lee.
La jugada maestra guarda algunas contras. Por ejemplo, hace humo cierto suspenso y misterio que siempre acompaña como guarnición al arte del buen comer. “Te cae todo de golpe, pero ojo, esto no es un fast food. Creo que tiene que ver un poco con la idiosincrasia nuestra. El coreano es muy apurado. Tiene que aprovechar a full el tiempo, que literalmente es plata”, ensaya una precisa clase de sociología culinaria Daniel, un comensal que le da duro y parejo al kimchi, acompañado por su señora esposa y sus suegros. El pibe de 27 años y jopo digno de estrella del K-Pop complementa su exposición: “Quizá es una herencia de los que trabajamos en textil. Antiguamente se trabajaba a destajo, por prenda. En Corea es igual: te atienden al toque, comés y seguís laburando.” Mamá Park corta finísimas tiritas de asado marinadas con salsa de soja, azúcar, aceite de sésamo y ajo. No lo hace con un cuchillo, sino con una tijera filosísima, como marcan los usos y costumbres de la cocina de sus pagos. Las brasas crepitan en la parrillita empotrada en la mesa, la asadora acomoda las piezas y comienza con el ritual del eterno retorno del vuelta y vuelta. El bulgogi, plato estrella de la casa, está presto en pocos minutos de tórrida cocción. Sin dudas, la señora Park está a la altura del más excelso de los parrilleros de estas pampas. Entre risas, recuerda que cuando llegó a la Argentina en los años postreros del menemato –durante la segunda gran oleada migratoria coreana hacia Sudamérica-, el primer plato argento que probó fueron unas suculentas carnes que le preparó su parentela establecida en Buenos Aires. Su perdición es la tira de asado. Para acompañar deja de lado el kimchi. Prefiere una buena ensalada criolla. Para comerte mejor “Corea es una península muy pequeña, con suelo montañoso y rodeada por el mar. Las cuatro estaciones son muy marcadas. Los inviernos son extremos, con menos 20º de temperatura. Entonces, se trata de aprovechar todos los ingredientes que nos da la naturaleza”, analiza la cocinera Sandra Lee, migrante llegada a Buenos Aires junto a su abuela a principios de los años ochenta. Ante la adversidad, el pueblo coreano respondió con ingenio. El kimchi, plato emblema nacional, surgió de la necesidad de conservar los alimentos. “Desde la antigüedad, uno de los métodos de conservación era la sal, la echaban a los diferentes alimentos para conservar y eso los llevó a descubrir la técnica de fermentación. Así nace el kimchi”. Hay muchas variaciones del plato, pero el más popular y afamado es el bechu kimchi, a base de col china o jakusay. Lee asegura que la distribución entre proteínas, hidratos de carbono y grasas de la cocina coreana parece creaneada por un nutricionista de vanguardia. “Es comida que le hace bien al cuerpo, que está atenta al cuidado de la salud. Mi abuelita siempre me decía que tenía que comer de todo, pero siempre en la medida justa, nunca en exceso. Era una gran cocinera, sobre todo porque preparaba los platos con mucho amor. Como todas las mamás coreanas.” Al cierre de la velada, Mamá Park ofrece un té de jengibre exquisito. Una ceremonia delicada y amorosa que recuerda al chado japonés. Sandra nos despide con una sabia enseñanza: “Por las guerras, las invasiones y la escasez, el pueblo coreano tiene una relación muy fuerte con la comida. Mi abuela me enseñó que nunca se tira nada. Ni un pequeño granito de arroz. En un granito de arroz hay diez gotas de sudor de un campesino.”