El enorme espacio para recordar la masacre y no olvidar los sucesos y las víctimas inaugurado en 2014 está diseñado con el cuidado necesario para evitar cualquier sensacionalismo. Las dimensiones no tienen límites, la arquitectura es de una perfección que la dota de la sobriedad más digna. Aunque algunas fotos quiebran en el interior de quien visita el memorial, perturban para siempre una inocencia que se ha querido preservar, el lugar no es un puro show del horror y la destrucción. Es un mausoleo. El respeto no pretende ser modesto, sino que es gigante, de un tamaño descomunal que expresa la magnitud del sufrimiento. No se siente un horror revulsivo, pero el dolor es aplastante. Y es demoledor porque se está ante la verdad de lo que pasó y sigue pasando. “Japón nunca pidió disculpas“, dijo la guía al final del recorrido. “Hablan de ‘incidente’, lo consideran un ‘episodio de la guerra’”. Pero el demonio que a veces encarna en los humanos se incubó en los militares japoneses para desatar una carnicería de asesinatos de soldados desarmados, familias, violaciones y robos que hace pensar que tal vez hubiera sido mejor que los humanos no hubieran existido jamás. El dolor es opresivo porque los muertos no acaban. A cada paso hay más y más y más. Hay un retrato de dos soldados japoneses que competían en la cantidad de personas que mataban con un sable.
El respeto no pretende ser modesto, sino que es gigante, de un tamaño descomunal que expresa la magnitud del sufrimiento.
Están expuestas excavaciones recientes que revelan esqueletos de ancianos y niños. Luego hay otras excavaciones en la que cada conjunto de huesos tiene un número. Pero uno no quiere saber de números. Ha leído 300.000 al entrar al museo y ya no quiere leer más números. Hay un salón enorme con fotos de caras. Miles y miles. De rostros de los muertos de aquel momento, rostros de los que sobrevivieron y nunca salieron del infierno, rostros de quienes aún viven. Están las fotos de las paredes, los nombres en piedras en un muro que no acaba, hay infinitas luces en la oscuridad, en una pantalla flotan en el espacio negro los caracteres chinos de los nombres de los muertos. Se lee 300.000 afuera y adentro se termina de sentir lo que se temía antes de entrar: que son 300.000 muertos nuestros. No son nuestros porque pertenezcan al mismo bando que nosotros. También son nuestros los muertos de Hiroshima y los de las Torres Gemelas, y los de Auschwitz, los palestinos, los del Congo, los del Estadio Nacional de Chile, los de la dictadura militar de la oligarquía argentina. Un año después de que fuera inaugurado el memorial, la UNESCO incorporó los “Archivos de la Masacre de Nanjing” a la “Memoria del Registro del Mundo”. Son muertos nuestros porque fueron personas. Son los que andan por la calle, son nuestros compañeros de trabajo, son nuestras hermanas y nuestra esposa, nuestro padre, nuestros amigos de toda la vida. Son nuestros hijos.
Un año después de que fuera inaugurado el memorial, la UNESCO incorporó los “Archivos de la Masacre de Nanjing” a la “Memoria del Registro del Mundo”.
Un panel está dedicado a una sobreviviente viejita hoy, que pide recordar la historia sin odio. Los japoneses, asesinos allí, le han enseñado a las nuevas generaciones que no deben odiar a los norteamericanos por Hiroshima y Nagasaki, porque “el culpable fue la guerra”. En el predio de la capital de Jiangsu se suceden la “Exhibición de la Masacre de Nanjing” y “Las esclavas sexuales en la Segunda Guerra Mundial”, pero también los espacios que se llaman “La Justicia y el Pueblo prevalecen” y “Hechos históricos de la victoria de los antifascistas en el teatro de operaciones de China y el juicio a los criminales de guerra japoneses”. El museo informa que integra un millar de fotos, unas diez mil reliquias y más de 260 videos para exhibir “la violencia, la resistencia, la victoria, el juicio y la paz”. Algo hay que hacer con ese dolor. El Parque de la Memoria de Buenos Aires presenta el padecimiento incurable en los murallones insoportablemente interminables que tienen grabados en piedra los nombres de 30.000 secuestrados, torturados y asesinados, en un campo de un verde pacífico, bajo el cielo enorme y junto al río que todo se lleva. Algo hay que hacer con ese dolor. No hay que escapar, pero algo hay que hacer. No se puede escapar, pero tampoco pareciera que se aprende. Hay nietos de asesinados en los campos de concentración nazi que bombardean con saña las casas de las familias palestinas. Quizás no haya superación posible. Quizás vuelva una y otra vez el demonio a encarnar en unas personas, en los nuestros también, para cometer atrocidades. Ahí está el hambre en América Latina, en África; ahí está Siria, Ucrania, la sombra de la destrucción sobrevolando el Indo-Pacífico, rondando otra vez a China. En el museo de la memoria de Nanjing el cónsul argentino en Shanghai, Luciano Tanto Clement, fue invitado a escribir unas palabras en un gran libro. Escribió en español: “Memoria. Verdad. Justicia”. Él conoce esto, conoce otros museos del holocausto, padeció el genocidio en Argentina. Quiere la paz. La gente quiere la paz. Los ocho millones de personas que visitan el museo cada año buscarán la paz. También el ángel encarna en el humano. Pero aquellos niños muertos, aquel terreno del museo que es un campo de piedras, sólo piedras, que dice que ese es nuestro destino, los escombros de nosotros mismos, la pura esterilidad, la destrucción de la vida hasta la nada, puede hacernos desear que los humanos jamás existido.