Masatsugu Tanimoto no se considera cristiano ni pisa una iglesia, pero se junta con otros agricultores y pescadores, ataviados con kimonos y sandalias como monjes, para recitar oraciones de otro tiempo, de otro lugar. Se persignan en la frente y el pecho, sus rezos son una mezcla de latín y portugués, herencia de sus ancestros convertidos en el siglo XVI por el jesuita Francisco Javier y por otros misioneros europeos antes de ser perseguidos y de pasar a la clandestinidad. El terrible pasado de estos “cristianos ocultos”, o “kakure kirishitan”, llega al cine de mano del director estadounidense Martin Scorsese en una película que se acaba de estrenar en Estados Unidos. “Si la película cuenta bien la historia de mis antepasados, entonces iré a verla de buena gana”, afirma Masatsugu Tanimoto, tras recitar y cantar con sus colegas una treintena de “orasho”, deformación japonesa del latín “oratio”, que significa oración.
“En las orasho decimos ‘María’ varias veces pero no es a ella a la que oramos. No nos referimos a un Dios específico sino a nuestros ancestros”, explica Masatsugu Tanimoto.
Cuando reza piensa en las generaciones que le precedieron. “En las orasho que usted acaba de escuchar, decimos ‘María’ varias veces pero no es a ella a la que oramos. No nos referimos a un Dios específico sino a nuestros ancestros”, declara este cultivador de arroz de 60 años que practica tanto el budismo como el sintoísmo y no frecuenta ninguna de las iglesias de la región de Nagasaki. Maria-Kannon, mensajera de antepasados El archipiélago de Kyushu, a mil kilómetros al sudoeste de Tokio, con el paso del tiempo se fue forjando un culto híbrido. Por camuflaje o porque lo adaptaban a su entorno, estos fieles, privados de sacerdotes o de biblias después del cierre del país en el siglo XVII, crearon sus propios ritos en torno a los jefes de las comunidades, llamados “oyaji”. Como estaban “solos, no tuvieron otra opción más que repetir el culto lo más fielmente posible” pero, en algunos aspectos, “su cultura se impuso”, explica el etnólogo Shigeo Nakazono.
Scorsese se inspiró en la novela del escritor católico japonés Shusaku Endo (1966), que describe el desgarramiento de los misioneros jesuitas portugueses en el siglo XVII.
En la isla de Ikitsuki, en casa del pescador Masaichi Kawasaki, de 66 años, cuatro altares ocupan toda la pared del salón, con el suelo lleno de tatamis: dos budistas --uno de ellos para los antepasados (como ocurre en muchos hogares nipones)--, un sintoísta, y en el cuarto dos imágenes de una mujer en quimono con una larga cabellera negra que sostiene a un niño: Maria-Kannon, la Virgen con forma de Kannon, la representación budista de la compasión. Y frascos, manzanas, flores, un melón, una cruz, velas… Este hombre taciturno muestra pequeñas cruces de madera: se cuenta que los antepasados las deslizaban discretamente en las orejas de los muertos. “Aprendí naturalmente la práctica de esta creencia porque formaba parte de mi vida cotidiana cuando era niño, algo así como se asimila una costumbre de la vida de todos los días”, explica Kawasaki. Él es uno de los que siguen negándose a ir a la iglesia; prefiere observar los ritos en la intimidad, al contrario de algunos de los cristianos clandestinos que se convirtieron al catolicismo con la vuelta de los sacerdotes, a mediados del siglo XIX. ‘El silencio de Dios’ En la actualidad, los jóvenes no se interesan por estas creencias y sólo quedan unos cientos de kakure kirishitan, según varias estimaciones. “Creo que la iglesia católica debería decirles que es consciente de la situación, que por lo menos hay que guardar el recuerdo, grabar todo lo posible para la Historia porque aquí, en Japón, pasó algo único en el mundo”, considera el padre Renzo de Luca, director del museo de los 26 Mártires en Nagasaki. Una historia que la película de Scorsese, “Silence”, dará a conocer al mundo. El cineasta se inspiró en la novela del escritor católico japonés Shusaku Endo (1966), que describe el desgarramiento de los misioneros jesuitas portugueses en el siglo XVII cuando empezaron a dudar de su fe, debido al “silencio de Dios” ante el martirio que los shoguns (gobernadores militares) infligían a los conversos japoneses.